La educación inclusiva
Todos los seres humanos tenemos
una serie de características que nos asemejan y nos diferencian, haciendo que
cada persona sea única y singular. La diversidad es una realidad compleja que
no se reduce a ciertos grupos de la sociedad. Además de las diferencias entre
grupos (nivel socioeconómico, culturas, género, etc.), existen diferencias
individuales dentro de cada grupo (capacidades, intereses, motivaciones) y el interior de cada individuo (las personas van
adquiriendo múltiples identidades a lo largo de la vida por la vivencia de
nuevas experiencias). Cada
estudiante es portador de un conjunto de diferencias haciendo que el proceso de
aprendizaje sea único e irrepetible en cada caso. La atención a la diversidad
se refiere, por tanto, a cualquier alumno y no solo a aquellos
“tradicionalmente considerados diferentes”, como los alumnos con necesidades
educativas especiales.
El desafío ahora es avanzar hacia
una mayor valoración de la diversidad sin olvidar lo común entre los seres
humanos, porque acentuar demasiado lo que nos diferencia puede conducir a la
intolerancia, la exclusión o a posturas fundamentalistas que limiten el
desarrollo de las personas y de las sociedades, o que justifiquen, por ejemplo,
la elaboración de currículos paralelos para las diferentes culturas, o para las
personas con necesidades educativas especiales.
Es importante no confundir
diversidad con desigualdad, aunque los límites entre ambos conceptos no son
siempre nítidos, porque las diferencias pueden derivar en desigualdades cuando
las personas no pueden participar de los bienes sociales, económicos o
culturales en igualdad de condiciones. Mientras que las diferencias son inherentes
a la naturaleza humana, las desigualdades se producen por circunstancias
externas: cuando se establecen asimetrías entre las personas o grupos, cuando
las diferencias se utilizan para segregar, seleccionar o discriminar a los
estudiantes, o cuando se brinda una atención educativa homogeneizadora que no
respeta ni se ajusta a la diversidad.
En América Latina muchas diferencias van de la mano
con la desigualdad. Los niños que proceden de pueblos originarios o
afrodescendientes, de familias migrantes, que viven en la zona rural o en
contextos de pobreza, o que tienen diferentes capacidades se encuentran en una
situación de desigualdad en cuanto al acceso a los diferentes niveles
educativos y a los logros de aprendizaje, debido a numerosos factores, como la
falta de escuelas o escuelas incompletas, la escasa pertinencia del currículo y
de los métodos de enseñanza, la rigidez y homogeneidad de la oferta educativa,
los obstáculos económicos, la falta de acceso a las tecnologías de la
información y comunicación y las características y la escasez de recursos de
sus familias y de las comunidades en las que viven.
La educación tiene la obligación moral de eliminar
o minimizar las desigualdades sin anular o desvalorizar las diferencias, ya que
los tratamientos uniformes profundizan las desigualdades y atentan contra el
derecho a la propia identidad. La igualdad ha de entenderse como el disfrute de
iguales derechos y posibilidades (legales y reales) que permiten la libertad
práctica de optar y decidir. La diversidad personal y cultural hace referencia
a las distintas formas de sentir, pensar, vivir y convivir (CMPR, 1999).
Concebir las diferencias como algo normal en los
seres humanos que nos enriquece a todos conduce a políticas y prácticas
educativas diferentes. Desde esta lógica se apuesta por el desarrollo de
escuelas en las que todos los estudiantes de la comunidad se eduquen juntos, y
la diversidad constituya un eje central en la definición de las políticas
educativas generales en lugar de ser objeto de programas diferenciados. Esto se
concreta, por ejemplo, en una educación intercultural para todos, un enfoque de
igualdad de género, un currículo flexible que pueda ajustar y enriquecer en
función de las características de los contextos y necesidades de aprendizaje de
los alumnos, calendarios escolares flexibles según las necesidades de los
diferentes contextos, métodos de enseñanza culturalmente pertinentes y sistemas
de apoyo para las escuelas con mayores necesidades.
Desde el enfoque de la inclusión, el problema no es
el niño, sino el sistema educativo y las escuelas. Las barreras al aprendizaje
y la participación aparecen en la interacción entre el alumno y los distintos
contextos: las personas, políticas, instituciones, culturas y las
circunstancias sociales y económicas que afectan a sus vidas. En este sentido,
las acciones han de estar dirigidas principalmente a eliminar las barreras
físicas, personales e institucionales que limitan las oportunidades de
aprendizaje y el pleno acceso y participación de todos en las actividades
educativas (Ainscow, M. y Booth, T., 2000).
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